sábado, 26 de enero de 2008

"Perdidos en el desierto", relato de Eduardo Belgrano Rawson


Por esta temporada estival, el matutino Clarín de Buenos Aires publica en su suplemento Verano de los viernes relatos de Eduardo Belgrano Rawson (ver posts del 3 y 8 de enero). por acá, afectos a los textos cortos de ficción de cierta calidad, los aprovechamos.

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Perdidos en el desierto

Voy a hacer la valija para salir bien tem­prano. Tengo que poner las camisas y el sombrero Boongala que traje de Nue­va Zelanda. Ya cerré la llave de paso. Ahora voy a dejarle una nota a la señora que limpia. Luego voy a tirarme un rato. ¿Qué haré al final con el gato? Es una criatura perversa que ni siquiera se deja agarrar, pero después de todo vive en mi casa. Difícilmente yo alcance a pegar los ojos, mientras repaso mi recorrido. ¿Quién me mandó a meterme en esto? Es lo que aún me pre­gunto.
Me vendrá a la cabeza, supongo, aquella maestra que nos hacía dibujar en la escuela unos primorosos mapas de la Argentina donde metíamos media Eu­ropa. Uno debía esmerarse para meter todos los países posibles. Siempre quedaría algún hueco pa­ra Portugal o Checoslovaquia y también para Bélgi­ca y Dinamarca. Una vez llegamos a poner doce países. La maestra, o sea la Berta Chávez, era un rayo para estas cosas. Movía el principado de Mó­naco, cambiaba Grecia por Luxemburgo y ya tenía lugar para otro. Era increíble que entrara todo eso. Si media Europa cabía aquí y encima sobraba espa­cio, ¿quién podía preocuparse por el futuro?
Qué desilusión si alguien nos hubiera avisado que hacían falta tres países como éste para llenar el Brasil. Pero no había peligro de atrocidad semejante, ya que pocos maestros de entonces hubieran osado proporcionamos de un dato tan subversivo. Corrían los tiempos de Juan Perón y la escuela seguía sien­do un altar patriótico. Llevábamos luto por Eva y cada mañana hacíamos un minuto de silencio por ella y leíamos el manual que había escrito para no­sotros. A continuación, la Berta se descolgaba con su cartografía nacionalista. La avenida más larga del mundo cruzaba por Buenos Aires y el más ancho de todos los ríos de la galaxia era el Río de la plata. Tal vez las cataratas del Iguazú no fueran las más altas de todas, pero eran las más majestuosas. ¿Y saben qué? "Pobre Niágara", murmuró un presi­dente norteamericano apenas se las mostraron. Nosotros vivíamos prácticamente en el culo del mundo, así que se puede calcular nuestro asombro ante semejantes revelaciones.
La Berta Chávez, en cuanto agotaba su repertorio de récords, se dedicaba a la inmensidad de la pam­pa. Decía que sólo cien años antes, el desierto em­pezaba cerca de casa. En realidad no era un verda­dero desierto. pero así designaban entonces al territorio en poder de los indios.
En tiempo de los salvajes, un presidente argenti­no era una cruza de general con latifundista. De modo que conocía perfectamente la dimensión del negocio. La conquista del desierto, si uno le hacía caso a mi viejo, no había pasado de ser una opera­ción inmobiliaria con visos de redada policial. Pero mi viejo era un profesor anarquista que puteaba a Dios y a María Santísima, de modo que yo me hu­biera tragado la lengua antes de repetir sus diatribas. Ella estaba tan orgullosa de su pasado como de su culo maravilloso. No quería mortificada con el mal­humor de mi viejo, que sostenía a capa y espada que la conquista se decidió de un plumazo cuando la gente ligada al gobierno empezó a comprar a cuen­ta la tierra que se robaría a los indios.
Según mi viejo, así nacieron aquellas estancias que deslumbraban a mi maestra. Para la Berta, no había modo de describirlas. A veces iban desde la cordillera hasta el mar y se parecían más a un país que a una estancia. Una familia entrerriana tenía un campo con medio millón de vacas, pero en la Patagonia había estancias varias veces más gran­des.
En tamañas inmensidades, un arreo de ganado podía ser algo serio. A la Berta le encantaba ocupar­se de los arreos en gran escala. Una vez su abuelo había partido con una manada desde la costa del mar en dirección a la cordillera y recién ocho años más tarde había llegado a destino con los bisnietos de sus ovejas.
De modo que mi mayor obsesión fueron esos pa­rajes que pintaba la Berta Chávez. A lo mejor yo ya estaba pensando en mi viaje. No sé cuándo empecé con esto. También ignoro por qué lo hago. ¿A quién podría importarle? Pero seguro que de movida ya fantaseaba con aquellas regiones sombrías que lin­daron alguna vez con mi casa. Es curioso, por lo tanto, que en estos años no haya logrado escribir una sola línea sobre el desierto, que tanto me des­velaba.
Zambullirse en aquellos sitios debe haber sido horrible. La Berta nos hacía leer un libro. Qué im­presión, decía el loco Sarmiento, debía causar a la gente el simple acto de clavar la mirada a lo lejos y no ver prácticamente nada. Porque a medida que hundieran los ojos en aquella franja vaporosa, se­rían atacados por la fascinación y la duda. ¿Dónde terminaría aquel mundo impenetrable? ¿Qué habría más allá del horizonte? La soledad, el peligro, la muerte. El que llegara a pasar por ahí, aseguraba, sería asaltado por pesadillas que lo harían soñar despierto.
Bueno, creo que ya he juntado el coraje para man­darme al desierto. Posiblemente parta muy pronto. Sólo me queda pendiente ese asunto del gato. Si vuelvo algún día de aquellos páramos espero feste­jarlo con ustedes. No sé qué traeré de ahí adentro.
Mejor no pidan detalles, porque yo mismo los des­conozco. Hay secuencias que podría adelantarles, que acaso no tengan la menor importancia, que tal vez ni siquiera traiga de vuelta.
Una es un caldén solitario, el árbol sagrado de los indios que cruzaban el desierto. ¿ Puedo mostrar la escena? Acaba de salir el sol. De lejos parece un árbol florido, porque cada indio que pasa deja col­gado algún pedacito de género de cualquiera de sus ramas. Trae muy mala suerte olvidar esa ceremonia, de modo que nadie deja de poner algo. ¿Y eso es todo?, dirán ustedes. Eso es todo. Un árbol con flo­res de género. Tal vez no parezca mucho como pa­ra largarse al desierto, pero son esas pequeñas vi­siones las que lo llevan a uno a salir de casa, a cargar el tanque de antimateria y remontarse al espacio.
La otra escena transcurre en los últimos días de las expediciones militares, cuando unos soldados ingresan en los bosques de Potrillo Oscuro donde se refugia Pincén, el más revoltoso de los caciques. Al final se les escurrirá de las manos, pero un par de soldados que andan a la deriva encuentran a un anciano de más de cien años, reducido a la altura de un sable, que yace sobre unos cueros de oveja, casi momificado pero todavía vivo. ¿Qué podían hacer los pobres ante semejante descubrimiento?
Pues levantarlo y llevárselo. Uno lo toma en sus brazos, lo cruza sobre el caballo y lo lleva por el desierto. Habrán pensado que el indio los llevaría a la fama. Pronto descubrirán, sin embargo, que no pueden seguir con eso. No siquiera saben cómo da de comer a esa criatura reducida a la piel y los huesos que no pronuncia palabra y solamente los mira. Sospechan que acaban de cometer un error. Se sienten como esos turistas que llenan de artesanías para su living y descubren al pie del avión que no podrán subirlas a bordo. Entonces los soldados desmontan y depositan al viejo al costado del camino.Luego se van a galope tendido.Puede que estas escenas no signifiquen nada. Tal vez termine por olvidadas. Pero son la clase de imá­genes que uno precisa para internarse en los mares desolados. Sólo la esperanza de ver un árbol florido en la mitad del desierto puede llevado a uno a re­servar el pasaje. También me gustaría encontrar a ese indio del alto de un sable que aquella gente de­jó tirado a la vera del camino.

Tengo otro viaje en puerta. Primero voy a subir a quinientos metros. Iré en compañía de alguien que tripula un globo cautivo. Este hombre contempla desde lo alto la guerra más sucia que sostuvimos. Duró casi tanto como la Segunda Guerra del Mun­do. El Paraguay era entonces un honrado país go­bernado por un psicópata. El tipo tuvo la mala ocu­rrencia de tomarnos un pueblito ribereño. Era una especie de general argentino lanzándose sobre las Malvinas. Nuestras tropas lo desalojaron de un via­je. Ahí podría haber terminado todo.
Podríamos haber pedido reparación diplomática, podríamos haber exigido que desagraviaran nuestra bandera.
Hasta podríamos haber sacado unos pesos. Pero resolvimos que era preciso salvar a la Democracia. Como si los ingleses, luego de retomar las Malvinas, hubieran resuelto seguida acá. Nuestro presidente había bravuconeado en público. "En una semana en los cuarteles, en un mes en campaña, en tres meses en Asunción". Pero aunque llevábamos a los brasileños de socios y éstos tenían la cuarta flota del mundo, un montón de acorazados y otros barcos por el estilo, tardamos cinco años en llegar a la ca­pital, y eso que los paraguayos peleaban descalzos. Arrasamos el país y apenas dejamos veinte mil pa­raguayos vivos.
Fue peor que la guerra de Vietnam. Meloneados por los ingleses, masacramos a toda esa gente her­mosa. Después de la guerra, en Asunción había más mendigos que otra cosa. Nuestra vergüenza llegó a tal grado que fuimos dejando la guerra de a poco y cuando tomamos la capital estábamos reducidos a una triste columna que desde el otro lado del río se limitaba a contemplar el saqueo de los brasileños.
Voy a subir al globo para echar un vistazo desde lo alto. Como se me ocurre en la víspera, estoy repasando los diarios de otros viajeros, tal vez en busca de alguna fórmula mágica. Hace un tiempo leí que Arthur Millar ya no se apostaba frente a la máquina de escribir. Sólo se quedaba en la en la silla por si acaso la encontraba, que es algo absolutamente distinto.
Al gato vaya abrirle la puerta. Después de todo nunca me quiso. Mi viejo fue la única persona del mundo por quien llegó a sentir algo. A su muerte se metió en el cajón con él y no hubo manera de sacado. Sólo al presentir que soldarían la tapa salió afuera de un salto,
Por eso sé que apenas abra la puerta se perderá para siempre en la noche. Recién entonces voy a cerrar la casa. Quizá deje encendida la luz del por­che, mientras me calzo el Boongala, Al bolso lo agarraré con la izquierda, para dejar libre la otra mano. Luego saldré a la calle,
Voy a quedarme inmóvil un rato, hasta que me acostumbre a las sombras. Este barrio ha cambiado mucho.
Voy a mirar a uno y otro lado.
Capaz que vuelva a verificar si he cerrado con lla­ve.
Siempre me pasa lo mismo.
Ando con tantas vueltas porque estoy cagado de miedo.
Ustedes saben bien cuánta gente jamás volvió del desierto.
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